La encuentro cada tardecita. No comprende mi idioma.
Su boca se abre enormemente desdentada en una risa loca.
La miro seria. Me mira jocosa.
Cada tardecita, cuando sopla la brisa tibia, sale ella, casi desnuda. Casi yo.
Abre la puerta de los taxis. Extiende una mano llena de historias, donde rueda una falsa moneda, hipócrita.
Y yo me sonrío. No puedo evitar sentirme ella.
Y así no odio.
Me resbala el discurso del trajeado hombre de negocios.
Del estudiante eterno, que corta calles, lleva pancartas y vive de sus padres.
De la caritativa anciana enjoyada.
Me siento ella. Sólo un momento.
Ese momento eterno del atardecer cuando el sol escapa al agobio,
a la desesperanza. Al dolor que nos hermana, nos emparenta, nos abraza.
Y río como ella
ajena a la historia que justifica su historia.
A los cientos de papeles, de leyes, de redistribución equitativa de la riqueza.
Me río como ella
de las declamaciones de la izquierda y de la derecha
del centro y de las transversales.
Me río de los políticos corruptos y de los gremialistas enriquecidos ilícitamente.
Me río de los planes sociales
de los subsidios a familiares
de los viajes robados a jubilados y revendidos a amigos o ajenos.
Me río de las puertas abiertas al mundo y de los bolsillos cerrados.
Cada tardecita, cuando la encuentro, me río.
Como ella. Festejando cada moneda hipócrita.
La encuentro cada tardecita en cientos de risas desdentadas y ojos de lagañosa tristeza.
Casi desnuda. Casi como yo. Casi.
Cris.