Oyó ruidos y quedó suspendido, congelado, como esas gotitas que caen del techo de la casa en forma de hilos de vidrio a la mañana temprano y, que a él tanto le gusta cortar. -¿Serán las lágrimas de los pájaros que no pueden llegar al suelo y quedan adheridas a las cosas?-.¿Porqué sus lágrimas no se congelan y duran mucho? - Así tal vez, no tendría que llorar tan seguido.
El miedo se hacía más fuerte. Casi podía sentir que lo abrazaba y lo penetraba por cada partecita de su cuerpo.
Era un miedo grande. Podía verlo, sí, era alto, áspero, con ojos de fuego y voz ronca. Tan ronca como la voz del robot malo que había visto en la tele del Comedor, el Día del Niño.
Podía verlo y oírlo. La angustia lo ahogaba. El miedo hacía ruido y golpeaba cosas. Juan se acurrucaba más y más, entre los pliegues rotosos de las sábanas. Y rogaba aterrado, que se fuera pronto, que no lo viera.
Oyó que se acercaba a su cama y se hizo más chiquito, -ojalá lo fuera tanto como José, el bebé- así ni lo miraba.
Pero esta vez se había detenido junto a la cama de mamá y oyó gritos. Y llantos. Y la voz ronca del miedo. Y golpes. Y la voz ronca. Y cerró los ojitos. Y deseó que la Tere tuviera razón. Que existieran ángeles salvadores. Que los llevaran a mamá. Y a José. Y a él, muy, muy lejos de los miedos.
Cris
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