
Conoció a Antonio un domingo de octubre, en la fuente de mayólicas del Rosedal, donde ella se refugiaba nostálgica, buscando ese aroma a sol andaluz. Un julio frío y ventoso se casaron y salieron de testigos don José y su esposa, doña María. Carmen ya no sacaba sus tesoros de noche, y mucho menos bailaba. Él nunca hubiera comprendido ese ritual amoroso que desplegaba todas las noches y que la acercaba tanto a su hogar, allá lejos.
Para su cumpleaños veintidós, hicieron una fiesta en el patio del conventillo. Carmen pensó que era un buen momento para poner el mantel bordado y usar el mantón de Manila que guardaba celosamente en la valija marrón. Desde temprano Antonio y los amigos comenzaron a brindar: por tu cumpleaños, por tu belleza, por el amor, por la amistad…
En mitad de la fiesta, Carmen le pidió a don José que pusiera el único disco de flamenco que tenía. Lo había oído tantas veces desde su pieza y siempre había terminado llorando. Ahora quería bailarlo, para Antonio.
Se envolvió, cimbreante, cadenciosa, con el mantón perfumado de recuerdos. Y danzó fuego y se deslizó en el agua y voló con alas coloridas y zapateó tierra. Y se encontró ardiente frente a Antonio. Él no entendió su tributo de amor. Esa noche Carmen lloró su historia flamenca. San Telmo amaneció lluvioso, con sus calles vestidas con largos, larguísimos flecos negros.
2 comentarios:
¡Conmovedor tu texto! Me parece fascinante el flamenco y el alma andaluza.Creo que la comprendo a Carmencita...
Saluditos.
Bea
Gracias Bea! Sí, creo que muchos de los que descendemos "de los barcos" siempre tendremos nuestra almita inmigrante.
Besitos y gracias por pasar.
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