
Carmen sonríe, por un instante, a las tardes de arena con su padre, al sabor del salitre sobre la piel nueva de su hijo y a los besos húmedos de Juan.
Mira distraída a los cientos de peces que juguetean cerca, muy cerca de sus pies descalzos y piensa en otro mar, enrojecido de vergüenza. Encendiendo los miedos.
Y ve. Como antes, como siempre, un abanico de pájaros sin nombre. Jinetes del Apocalipsis desplegados sobre el azul de ultramar. Bautizando su felicidad con golpes de fuego.
Y luego el dolor, la ausencia estéril. El ahora. Vacío de cosas muertas.
Se envuelve en el mantón cansado, que cuelga desleído sobre los hombros.
Cubierta por mechones de luto, lanza al agua su falda verde y sumerge sus pies en el frío azulado de la orilla.