lunes, 26 de mayo de 2008

La niña



Carlos pasaba sus vacaciones en Villa Traful, un paraíso rodeado de lengas, alerces, arrayanes y kilómetros de lago azul. La casa de piedra y madera, estaba ubicada en un recodo del camino que desaparecía en un espejo de aguas somnolientas.
Al frente, grandes ventanas se abrían al bosque, desde donde se podía ver el atardecer reflejado en el lago. Destellos rojizos y dorados encendían la tarde y decenas de colibríes, pájaros carpinteros y pequeños halcones, revoloteaban desde la orilla. La casa era mediana, de dos plantas, muy luminosa. Carlos decidió mudarse cuando, finalmente, cerró la última causa penal. Fue un caso duro, arduo, que lo dejó agotado: la exitosa defensa de una mujer que encerró a su hija y la dejó morir de hambre. Durante muchas noches lo persiguió la cara de la pequeña. De pelo corto, atado en dos colitas con cintas celestes, miraba triste desde una foto amarillenta que engrosaba el frío legajo.
Carlos Gancedo. Abogado penalista. Separado, sin hijos. Ese verano se instaló en la Villa. No quiso teléfono ni timbre en su casa.
Ningún ruido discordante le arrebataría el placer de escuchar los sonidos de la naturaleza.
Cuando el día era cálido leía en el deck, con el sol de frente, hasta que la luz dejaba paso a las sombras. Si estaba fresco, se refugiaba en el living, un lugar amplio, con paredes de salpicrep blancas. Cuando el crepúsculo avanzaba, dos lámparas negras, geométricas, que colgaban del techo a dos aguas, de madera lustrada, encendían el lugar. No abundaban los muebles. Una mesa de madera y cristal con seis sillas; un mueble alargado. Carlos había conseguido olvidar, de a ratos, su último caso. Exorcizaba su culpa tirado en los sillones de cuero blanco; un libro en la mano, buena música en la radio y un vaso de oscuro vino patagónico.
Aquella tarde era perfecta. Leía El día que Nietzsche lloró, mientras se acariciaba la barba que crecía desprolija, desde su llegada a la casa. En la radio se oía Smile, en la voz áspera de Rod Steward. En un instante la voz desapareció. Sólo se escuchaba el canto de los pájaros. Carlos levantó la vista del libro y miró la radio que había pertenecido a su padre, a la que aggiornó con dos parlantes de última generación. De madera lustrada, con una tecla verde, resaltaba, antigua, de todos los muebles. Tocó la única tecla que tenía: silencio. Decidió llevarla al sótano, donde tenía la caja de herramientas.
El lugar estaba cuidado. Lo hizo construir pensando en compartirlo con amigos, algo que aún no había hecho porque se sentía bien solo.
En el centro se destacaba, una mesa de pool con paño verde y, frente a las escaleras, otra más pequeña, de póquer, con cuatro sillas, donde reinaba un único dado huérfano de cubilete. Sobre un lado, una ventana angosta y alargada, recorría, a nivel del piso de la casa, todo el ancho de la pared. Carlos se dirigió hacia el rincón donde estaba la mesa de trabajo y la caja de herramientas.
Apoyó la radio que parecía sonreírle y buscó un destornillador del tipo phillips. Trataba de desarmarla con el cuidado que provocan las cosas muy queridas. Suavemente fue sacando los tornillos de la plancha de atrás. Estaba tan ensimismado en su trabajo, que casi se cae de la silla cuando oyó el portazo.
La puerta estaba blindada y tenía doble enchapado parta amortiguar los ruidos del sótano. La habían colocado dos días antes. Recordó que el trabajo no quedó terminado. Faltaban los herrajes de la cerradura, por lo tanto no tenía picaporte. En el apuro por bajar, se olvidó de ese detalle que, no por nimio era menos preocupante. Dejó la radio y subió las escaleras hasta alcanzar la puerta. Apoyó su cuerpo de costado empujando con fuerza varias veces, hasta quedar dolorido. Imposible. Con un destornillador grande quiso palanquear la puerta, pero ni siquiera pudo pasarlo entre la hoja y el marco. Intentó con una barreta muy fina pero fuerte, tampoco consiguió moverla. El tiempo corría alimentando su angustia. Agotado, recorrió varias veces el sótano pensando en su situación, mientras se acariciaba nerviosamente la barba. Estaba encerrado. No tenía teléfono. No había vecinos cerca, pero aunque los hubiera, él era nuevo en la zona y aún no lo conocían. Nadie venía a visitarlo. La única ventana era demasiado delgada y de vidrios fijos. Inútil golpearlos, eran de policarbonato. A Carlos le parecía que el dado sobre la mesa sonreía con su único ojo. Se derrumbó en la silla de la mesa de trabajo, sudoroso y desesperado. Tomándose la cabeza con las manos intentaba pensar. Tenía hambre y sed. Imaginaba los días allí, en el sótano, solo, muriendo lentamente. Apenas unas horas antes, escuchaba esa radio, esa que tenía frente a sus ojos, esa que tanto quería y que fue la causa de su encierro. Recordó a su padre y sonrió melancólico. Miró hacia la ventana con angustia. Era noche cerrada. Salvo el canto de los grillos, ningún otro sonido alteraba la soledad del lugar. La misma soledad que antes fue su amiga ahora se transformaba en su peor enemiga. Le pareció ver que una sombra luminosa se recortaba contra la oscuridad. Carlos abrió grandes los ojos. Miró atentamente. Allí estaba la pequeña a la que su madre encerró en un sótano de San Telmo. Lo miraba con tristeza. El hubiera querido decirle algo. Distraídamente, su mano cayó sobre una lapicera tipo bolígrafo. Recordó que una lapicera como esa estaba siempre junto a la radio, cuando su padre aún vivía.
Cerró los ojos y se dejó guiar por su corazón. Tomó la lapicera con delicadeza y buscó una hoja de papel en el cajón de la mesa. Con lágrimas corriendo por su cara garabateó en tinta azul indeleble:- ¡Perdón!-. La puerta se abrió dejando pasar una ráfaga de aire fresca.


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Soledad

Soledad
CRUZAGRAMAS: un grupo de escritores en busca de alternativas
Abrir la puerta de mi casa es todo un desafío. Mi casa y mi corazón. Y no es necesario usar llaves. En este pequeño lugar del universo no son necesarias porque aquí está todo a flor de piel: olores, sabores, murmullos, gritos y silencios. Luces y sombras de ciudades y desiertos. La vida, el amor y la muerte. Y las palabras como hilo conductor. Sólo las usaremos para abrir, si fuera preciso, diminutos cofres de confidencias, sueños y locuras varias compartidas con todos ustedes.
Bienvenidos a casa!
Cris.